2 de agosto de 2009

Invadiendo nacionalidades (I)



Siempre que viajo en avión, me acarician los dedos de los pies las nubes. me hacen cosquillas y yo no paro de sonreír. Lo sé, sin agachar la mirada, porque cierro los ojos y noto escalofríos en el estómago desde que despegamos hasta que aterrizamos. Aquel verano no fue menos, incluso podría decir con seguridad que fue más porque esas sensaciones se mezclaron en una batidora con el miedo a que tu no estuvieras en la terminal de Bruselas, tú que me habías prometido tantas veces esperarme con un cartel con mi nombre, en color verde, claro. El miedo a que tantas promesas se hubieran olvidado, a pesar de que veinticuatro horas antes había escuchado tus ganas en una videoconferencia de tres minutos.
Mis piernas temblaron mientras bajaba por aquellas escaleras, para tocar el suelo, para estrellarme con la realidad. Me sentí extranjera sin protección y con el consulado en una dirección ajena a mí, sin mapa, sin ser capaz de pronunciar palabras en inglés para comunicarme y el castellano se me antojaba demasiado lejano en aquel autobús, atestado de gente. Era la primera vez que viajaba sola y era lejos de las fronteras de mi país, ese que desprestigiaba y con el tiempo aprendí a echar de menos y puede que tu fueras culpable .
Pero estabas, joder si estabas. Realmente no recuerdo formas ni carteles de aquel aeropuerto. Sólo fui capaz de verte a ti, allí y todo nuestro alrededor se desvaneció. Se desvaneció como si no hubiera nada más allá de nosotros, de un “tu y yo” que llevaba un año sin verse. Aún tengo pedazos de aquel abrazo guardados en mí, como si fuera lo único que quedó de esa semana que pasamos escondidos del mundo.
Vivimos cada hora con tanta velocidad e intensidad que he sido incapaz en todo este tiempo de ordenar tantos recuerdos, tantos besos y abrazos, que se fueron corriendo por los callejones y no fuimos capaces de atrapar ni siquiera corriendo de la mano, para guardarlos en botes con cloroformo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario