2 de agosto de 2009

Invadiendo nacionalidades (III)



Y en el suelo dormía mi guitarra, acústica y azul, con la que hago el amor las noches en que ya no estás tu. Sólo bastaba con que te rascaras un poco la barriga, a la altura del ombligo para que yo entendiera que querías que tocara. Sin embargo era gracioso oírte decir “Guitarra” con esa sensación de que arrastrabas siempre las erres hasta el final de la garganta.
Te lloré canciones de los cantautores que me habían acompañado noches y días en aquel último año, y aunque no entendieras la mitad, todas de una manera u otra me hablaban de ti y especialmente de mi. Incluso, a veces y sin aviso previo tocaba canciones que yo misma había escrito y en todas aparecías. Tengo un nudo en la garganta. Recuerdo tu cara inmersa en los acordes, tus ojos cerrados y tus píes moviéndose al compás, generalmente lento, de cada canción. Ahí, y sólo ahí, en esos instantes, eras mío.
Fuiste mi guía entre calles desconocidas y me enseñaste que un país no se conoce por los monumentos, ni los sitios en que se concentra la mayor parte de los turistas, se conoce mezclándose con la cultura, impregnándose del olor de las calles más olvidadas, los bares más frecuentados por la gente del país, las galerías de arte y los rincones escondidos desde donde contemplábamos todo el movimiento de gente, sin que ellos vieran nuestros besos más sinceros. De manera egoísta, pero cierta, Bruselas fue más mía en aquella semana, aquellos siete días en los que callejeé, que de muchos rostros tristes y aburridos con los que me crucé. Les robé la esencia de sus calles y tú fuiste culpable.
¿Felicidad? No soy capaz de contestar con el sabor de lágrimas saladas en los labios.

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